Lo que voy
narrarles hoy, es un acontecimiento que sólo lo conocían mis familiares. Y
ahora ustedes.
Para
quienes hemos tenido la dicha de conocer a nuestras abuelas y de escuchar de
ellas sus anécdotas y consejos, así como saborear algún rico postre o comida,
pues hemos vivido momentos que nos llenan la vida.
Recuerdo
que cuando tuve mi primer empleo, yo no poseía ningún terno, mi indumentaria
hasta ese momento era informal, jeans y camisas. Mi abuela Ángela me sorprendió
un día y me entregó el dinero para comprarlo, al principio no quise aceptarlo,
pues sé que ella ahorraba para los arreglos de su casa, su salud etc. Pero
ella insistió tanto, que ese día me compré como ella me dijo: el mejor de todos
los ternos.
Nunca me
dijo nada al respecto de devolverle el dinero, pero lo hice desde mi primer
sueldo y hasta le pedí que me acompañara para ayudarme en decidirme el color
del segundo.
Para ese
primer empleo, mi abuela Raquel me obsequió también una linda corbata italiana.
Creo que ambas competían por llenarme de regalos. Desde aquella vez, las
corbatas italianas tienen un gran significado para mí cada vez que voy a
comprar alguna.
Pero más
allá de los regalos físicos, el mejor de todos fue ese regalo de abuelas que
cada una me obsequió al momento de sus muertes.
Desde
luego que nadie quiere que sus abuelas mueran, pero llegamos con mucho dolor a
comprender que ese es un acto inevitable de nuestro destino, finito.
Cuando mi
abuela Raquel murió, sucedió algo que nunca olvidaré, algo que sin duda alguna
marcó mi vida para siempre.
Para aquel
tiempo la salud de ella se había quebrado mucho. El médico anunció a la familia
que sólo restaba esperar el momento final.
Todos sentíamos
esa angustia, ese hondo pesar por lo que le ocurriría. Yo quise estar siempre a
su lado, no tenía sueño alguno y ya eran como la una de la madrugada. Por
momentos entraba y salía de la habitación. Hasta que cogí una silla y la ubiqué
a los pies de su cama.
Desde ahí
la contemplaba en silencio. Después de unos treinta minutos, la respiración de
mi abuela se hizo pesada. Le costaba respirar. Cada vez su suplicio se
prolongaba más, hasta que en uno de ellos, simplemente dejó de hacerlo.
Yo me
mantuve sereno, ni siquiera me incorporé. Simplemente no dejaba de verla, tal
vez tratando de asimilar lo que era ver morir por primera vez a un ser humano.
Recuerdo
que una tía mía se arrodilló a su lado y le dijo:
—Mamá perdóname.
Hasta hoy
ignoro el porqué de eso.
Luego mi
madre, mi tía y mi prima se fundieron en un abrazo común, de esos cuando las
cabezas se juntan unas con otras y los brazos cuelgan de los hombros. Yo
para todas ellas no parecía existir en aquella habitación.
Lo que
sucedió inmediatamente después, me paralizó por completo en aquella silla.
Del centro
del pecho de mi abuela comenzó a emerger un hilo de luz. Sí, un hilo de luz, muy
fino al principio, luego más intenso. Era una luz exageradamente blanca.
De pronto
esa luz llenó con su intensidad toda la habitación. Traté en ese momento de
llamar la atención de mi tía, mi madre o quien quiera que me viera, pero tenía
un nudo en la garganta. Esa fue la primera vez en mi vida que he sentido el
significado de: tener un nudo en la garganta.
Luego me
tranquilicé.
La luz
adoptó una forma esférica del tamaño de una pelota de básquet. En su interior
se movían otras franjas de luces. Esa esfera tenía alguna forma de vida.
Aquella
esfera flotó sobre el cuerpo de mi abuela por breves segundos y luego con
energía propia, comenzó a girar a bajas revoluciones. Y a moverse en mi
dirección.
Recuerden
que yo puse la silla al final de la cama de mi abuela. Y esa esfera de luz recorría
ya sus muslos, sus rodillas y finalmente llegó a sus pies. Desde ahí saltó
hacia mis piernas y se elevó hasta quedar a unos diez centímetros de mi rostro.
En ese momento, créanme, me dije a mí mismo que esa era la esfera de luz más
hermosa que vi en mi vida.
Cuando
quise tocarla, simplemente se disparó hacia el techo y desapareció a una gran
velocidad. Al hacerlo: me despeinó.
Al
desaparecer recién se liberó el nudo y el dije a mi madre:
—¡Vieron
la luz, la esfera de luz!
Ninguna de
ellas vio nada.
Me pareció
increíble que no la vieran pues esa luz iluminó toda la habitación —les dije.
Luego miré
al techo y me atreví a decir:
—Adiós
abuela. Y gracias por despedirte.
Recuerdo
hoy a Isaac Newton, quien dijo: “La energía no se crea ni se destruye… sólo se
transforma”.
Sé que mi
abuela era esa brillante esfera de luz. Era hermosa. Y sé que ese fue un acto
de despedida.
Años después
falleció mi otra abuela: Ángela. Su muerte fue muy dolorosa, complicada con la
diabetes que padecía. Recuerdo que me sentí muy triste por su partida y también
por mi abuelo que se quedaría solo, sin su compañera de toda la vida.
Pero una
semana después, tuve un sueño que nunca he olvidado y que hoy se los contaré:
Aparecí de
pronto en unas colinas. Todo era verdor, flores y sol. Pude sentir una brisa
cálida tocar mi rostro. Y de pronto, de entre todo ese bello lugar, apareció mi
abuela. Su rostro era el de una muchacha de veinte. Vestía de blanco. Al
mirarnos, ella simplemente me dijo:
—Yo estoy
bien, mírame; yo estoy bien. No te preocupes por mí.
Yo le
sonreí y en ese momento, desperté.
Ese fue el
otro regalo de mis abuelas.
Ambos los
valoro mucho y siempre estarán presentes en mí.
Hoy sé por
ellas que existe algo más hermoso después de nuestra muerte física. Otra vida,
en otra dimensión.
Si alguno
de ustedes ha tenido un acontecimiento semejante en sus vidas me gustaría
conocerlo, para saber simplemente que no soy el único en haberlos vivido.
Si mi
artículo fue de su agrado lo invito a compartirlo en sus redes sociales e
incluso dejarme algún comentario.
Hasta
pronto.
Buen día para todos. Felicidad en sus hogares. Nos leemos.
Dante
Romero
Consultor
en ventas, negociación, recursos humanos y forex | Escritor Amazon.com
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